Guillermo Ospina Morales. Magíster en Estudios Políticos e Internacionales. Universidad del Rosario. Bogotá, Colombia.

Una semana completan las manifestaciones en Colombia, convocadas desde el 28 de abril, en respuesta a una reforma tributaria tramitada por el Gobierno de Iván Duque. Pero más allá del rechazo a la medida, ha ebullido la crisis social, política y económica en la que se encuentra la sociedad colombiana y cuyas demandas habían quedado suspendidas debido a la pandemia.

Por esta razón, las manifestaciones que se presentan en Colombia tienen esa característica variopinta, en la que se mezclan demandas actuales con anteriores; se hacen reclamos en contra de la reforma tributaria, pero también en contra de los asesinatos de líderes sociales, el fracking, la corrupción, el abuso policial o el manejo de la pandemia; se exige trabajo y alimento, pero también un mejor futuro para nuestros jóvenes (que son los principales protagonistas).

Entonces, para comprender lo que está sucediendo, es importante echar un vistazo a lo que ha ocurrido en el país en los últimos años y la respuesta del Gobierno Duque —caracterizada por el discurso de seguridad— ante estas demandas sociales, que se han ido acumulando y, ahora, parecen estallarle en la cara.

La punta del iceberg

La reforma tributaria presentada por el Gobierno tenía dos dimensiones importantes: enviar un mensaje tranquilizador a las instituciones de financiamiento internacional y garantizar el sostenimiento de los programas sociales que se habían creado en el marco de la pandemia. Este último, se pensaba como uno de los principales legados que podría dejar el presidente, que se encamina a su último año de gobierno.

El resultado fue desastroso. A nivel nacional, el Gobierno colombiano falló en comunicarle a los ciudadanos el carácter social de la reforma, que pasó casi que desapercibido; internacionalmente, las calificadoras de riesgo reconocieron la imposibilidad de que esta reforma pasará los debates legislativos.

Esta reforma se presentó en un contexto en el que la desigualdad y la pobreza en el país crecieron, alcanzando cifras de hace más de una década. El objetivo de aumentar la tributación acudiendo a las personas naturales (que representaría cerca del 73%) mediante el IVA y el impuesto de renta podría ser acertada en términos técnicos, de la ortodoxia económica propia del exministro de Hacienda, pero impopular en las circunstancias generadas por la pandemia.

Esta visión tecnócrata —y neoliberal— es una de las bases de los reclamos de la sociedad colombiana. En 2019, antes de la pandemia, los colombianos acudieron masivamente a las calles a rechazar muchas de las reformas que se adelantaban: pensional, tributaria, laboral y salud. Asimismo, en contra de las privatizaciones.

A esto se sumaban las particularidades del contexto colombiano, donde el rechazo al aumento de la violencia en varias regiones del país, el incumplimiento de los acuerdos de paz y el abuso policial también motivaron varias manifestaciones, como ocurrió en abril y noviembre de 2019.

La emergencia del coronavirus suspendió estas movilizaciones, al menos parte de ellas. La ola de violencia en contra de grupos indígenas en el Departamento de Cauca y la muerte de un abogado a manos de la policía en Bogotá reavivaron las multitudinarias manifestaciones en la segunda mitad de 2020.

Este contexto previo ha permitido que las manifestaciones en contra de la reforma tributaria evolucionarán a un paro nacional, que se presenta como indefinido y en el que convergen sectores indígenas, obreros, campesinos, transportadores y estudiantiles. Por ello, el retiro de la reforma tributaria y la renuncia del ministro de Hacienda ha pasado a segundo plano.

La desconexión política de Duque

La respuesta del Gobierno de Iván Duque a estas —y anteriores— movilizaciones ha evidenciado su desconexión con la ciudadanía. En varios de los episodios mencionados, el presidente se negó a reunirse con los líderes de los movimientos, como ocurrió con indígenas y estudiantes. También, en el marco de las protestas en contra del abuso policial del año pasado, decidió vestirse de policía y rendirles un homenaje.

La reforma tributaria en medio de una pandemia fue considerada una muestra más de la desconexión del presidente. Esto contrastaba con gastos polémicos del Gobierno, como la compra de camionetas blindadas, tanquetas antidisturbios, aviones F-16 y las millonarias inversiones en comunicación e imagen del presidente. Paradójicamente, Iván Duque registra un 65% de desfavorabilidad —cifra récord— y un completo divorcio con los jóvenes, donde la cifra supera el 70%.

La pandemia le permitió al presidente Duque encontrar un espacio de refugio en un programa que se televisaba a diario, que, poco a poco, trasladó los temas de la gestión de la crisis de salud a una pseudo-propaganda gubernamental. De esta manera, evadió las respuestas de la oposición a sus alocuciones presidenciales, canceló las ruedas de prensa en Palacio y limitó sus apariciones en los medios. Así, estableció una narrativa del “país de las maravillas” donde los resultados del posconflicto son inmejorables, el proceso de vacunación avanza rápidamente y la pobreza retrocede.

Esta lejanía con la realidad ha caracterizado al Gobierno Duque y se ha observado en otros escenarios. Por ejemplo, el discurso que dio ante la asamblea de Naciones Unidas, en septiembre pasado, donde resaltó la protección de los páramos y homenajeó la labor de los líderes sociales, contrastaba con los proyectos de fracking y megaminería que se promueven en la zona del páramo de Santurbán, en Santander, y las muertes de más de 57 líderes en lo que va corrido del año 2021.

En medio del actual paro nacional, esto no ha sido la excepción. Hasta último momento, la agenda presidencial se mantenía sin alteraciones, tenía planeado dictar una conferencia en línea sobre liderazgo, se concentraba en llevar a cabo su programa y sus primeras declaraciones tras las manifestaciones se limitaron a hablar del vandalismo, pasando por alto la inmensa movilización. Más recientemente, ha insistido en la realización de la Copa América de fútbol. Así, se ha moldeado la imagen de un presidente alejado de la ciudadanía, de sus necesidades y de la realidad del país.

Por supuesto, en la imagen del presidente ante la ciudadanía subyace la forma como llegó al poder. Iván Duque era figura política prácticamente desconocida antes de las elecciones de 2018 y, de repente, fue elegido como heredero del expresidente Álvaro Uribe. Esto ha hecho que su figura sea considerada débil, aún dentro de su propio partido, el Centro Democrático. Y si bien tiene una mayoría en el Congreso, su coalición es débil y dividida en su interior, según los intereses de cada partido.

Por su parte, la llegada de amigos personales del presidente y de exfuncionarios del Gobierno a los órganos de control —como es el caso de la ministra de Justicia que pasó a la Procuraduría— ha sembrado dudas en la ciudadanía sobre el cumplimiento de sus funciones y su capacidad para enfrentar casos como el de Odebrecht, los crímenes y masacres cometidos por bandas criminales, los asesinatos de líderes sociales y firmantes del acuerdo de paz, entre otros. Esto ha generado una percepción de rampante de impunidad, clientelismo y corrupción en el país.

Protestas, seguridad y criminalización

Ante las masivas protestas que han inundado las calles del país, tanto de ciudades capitales como intermedias, la respuesta del Gobierno ha sido sorda, centrándose en un discurso de seguridad, que las considera un producto de la intervención extranjera o actos instigados por grupos armados, dejando de lado las demandas de la población.

La retórica del conflicto armado y el terrorismo urbano está marcando la respuesta a las manifestaciones. Así, doctrinas neo-nazis y de ultraderecha como la denominada “guerra molecular disipada”, que fue mencionada por el expresidente Uribe en Twitter, parecieran estar orientando el accionar de las fuerzas policiales en varias ciudades del país.

Al respecto, este tipo de concepciones resultan bastante peligrosas, dado que hacen equivalencia entre manifestantes y amenazas a la seguridad nacional —valga la pena decir— enmarcadas en posturas conspirativas de una supuesta organización criminal global de la izquierda internacional. Esto resulta muy preocupante, en la medida en que puede provocar ataques contra los manifestantes, como el caso de Lucas Villa, que fue asesinado en medio de una manifestación pacífica en la ciudad de Pereira, cuando hombres armados abrieron fuego contra los manifestantes. Asimismo, inquietan los mensajes del expresidente Uribe que insinúan el uso de armas por parte de la fuerza militar, lo que condujo a la suspensión temporal de su cuenta en Twitter hace unos días.

De esta manera, se han observado dramáticas imágenes de policías disparando a la población civil y una violenta represión de los manifestantes por parte de los cuerpos antidisturbios, principalmente, en la ciudad de Cali. También, ataques, amenazas y amedrentamientos en contra de defensores de derechos humanos y funcionarios de instituciones como las Naciones Unidas y de la Defensoría del Pueblo. Muchos de estos actos han quedado registrados en transmisiones en vivo realizadas por la ciudadanía. Asimismo, se han presentado denuncias de agresiones sexuales, detenciones arbitrarias y torturas por parte de la Policía.

Hasta el momento, hay un saldo de 14 personas muertas y 89 desaparecidas, según informes de la Defensoría del Pueblo. Por su parte, informes de ONG hablan de 37 muertos, 89 desaparecidos y más de 800 heridos. Estos hechos han revivido la exigencia de una reforma policial y se piden sanciones ejemplares para los responsables. Sin embargo, existe una sensación generalizada de impunidad ante estos casos.

La democracia colombiana se encuentra en un punto frágil. El escalamiento de los enfrentamientos entre ciudadanos y las fuerzas armadas es muy preocupante y la posible declaración de estado de conmoción interior —que el Gobierno parece estar evaluando— puede generar mayor descontento entre la población, radicalizar las protestas y ser antesala de graves violaciones a los derechos humanos en el país.

Por esta razón, es importante hacer un llamado a la comunidad internacional para evitar los excesos de fuerza y promover el diálogo entre los manifestantes y el Gobierno. Es importante que el mismo presidente Duque sea quien lidere este diálogo con los diversos sectores del país, que se acerque a la ciudadanía y que sus declaraciones transmitan que ha escuchado las demandas de la gente.