Por: Ignacio Hutin, periodista especializado en Europa Oriental y Balcanes.

Casi 12 mil detenidos más tarde, hay uno en particular que se lleva los flashes, las portadas, que hace que, casi de repente, nosotros, los occidentales al otro lado del planeta, volvamos a hablar de Rusia. Y esta vez no se trata de un mundial ni de lo que hace Natalia Oreiro girando entre San Petersburgo y Vladivostok. Esta vez es en serio, o al menos puede serlo. Quién sabe. Es que apenas aterrizó en Moscú, Aleksei Navalni fue detenido. No fue ninguna sorpresa, él sabía que iba directo a una celda, pero eso era irrelevante: importaba convertirse en un símbolo, en una bandera que enarbolar, si es que aún no lo era.

Navalni tiene 44 años y es abogado, aunque nadie lo conozca por esa faceta de su vida. Es EL OPOSITOR, así, en mayúsculas, cuando no también LA AMENAZA DE PUTIN. Sus videos en redes sociales y su activismo político lo llevaron a hacerse de una notoriedad aún más intensa fronteras afuera que dentro de su propio país. En Europa occidental muchos lo ven como la esperanza europea, como a un aperturista y demócrata que acercaría a Moscú y a Londres o París, política y culturalmente. En Rusia nunca tuvo mayor peso. Sí, claro que muchos, sobre todo los más jóvenes, veían sus videos y lo seguían en Twitter o VK, el Facebook local, pero nunca pudo dar el salto y transformar a sus millones de seguidores virtuales en votantes. Cuando quiso presentarse a las elecciones presidenciales de 2018, apenas si contaba con un 5% de intención de voto. Y salió segundo, con el 27%, cuando en 2013 efectivamente se presentó pero a alcalde de Moscú, una ciudad que está lejos de ser un bastión de Vladimir Putin.

Entonces la pregunta es cómo, pero también por qué este abogado sin demasiado apoyo político se constituyó como una amenaza real al poder del mayor país del planeta. Entre 2011 y 2013 encabezó una serie de protestas que sucedieron a las elecciones legislativas. Allí ganó cierto impulso, no demasiado, tan sólo el suficiente para que el Kremlin le prestara atención e intentara quitarlo de en medio, como quien se sacude a una mosca inofensiva pero molesta. Primero fue condenado por malversación de fondos de una maderera y luego por fraude a una empresa de cosméticos. Pero el Tribunal Europea de Derechos Humanos (TEDH) dictaminó que el juicio había sido arbitrario, que no había sido justo y ordenó anular el fallo. La corte rusa sostuvo la sentencia en 2017, aunque lo condenó a una prisión en suspenso: la excusa necesaria para impedir su participación en las presidenciales del año siguiente.

Siguió movilizándose, en redes sociales y en las calles, creó una fundación anti corrupción y también su propio partido, pero aún no despegaba. Hasta que un día sí despegó: en agosto de 2020 volaba desde Tomsk, en Siberia, a la capital cuando colapsó. Fue derivado a Berlín, en donde las autoridades alemanas informaron que había sido intoxicado con Novichok, un agente químico nervioso desarrollado en la Unión Soviética. Putin dijo algunos meses más tarde que si el gobierno hubiera querido envenenarlo, Navalni de seguro estaría muerto.

¿Por qué? ¿Qué ventaja tendría el Kremlin al asesinar a un opositor irrelevante en términos electorales? Navalni nunca fue un político coherente ni constante, sino más bien oportunista. Y el Kremlin le regaló muchas oportunidades para convertirse en un símbolo, deteniéndolo una y otra vez, destacando con cuán poco apoyo contaba, luego insistiendo en que era un agente para gobiernos extranjeros. Siempre minimizándolo, siempre dándole entidad. Putin estaba tan seguro de la irrelevancia de este bloguero que ni siquiera pronunciaba su nombre. Así lo mitificó.

Navalni supo usar las herramientas a su alcance para saltear la censura e hizo del sarcasmo su arma predilecta. Le sumó a su nacionalismo (o ultra nacionalismo) original un liberalismo más asociado a la socialdemocracia y eventualmente dejó de llamar “cucarachas” a los caucásicos, particularmente a los chechenos. En cierta forma maduró. No logró construir un proyecto político serio, pero sí supo construir un personaje admirable, valiente, corajudo, fuerte, con el que es difícil no empatizar. No es casual si al fin y al cabo Putin practica casi todos los deportes, el presidente bielorruso Lukashenko caza y juega al hockey sobre hielo, el alcalde de Kiev es ex boxeador y el Primer Ministro búlgaro solía ser guardaespaldas y bombero. Todos hombres fuertes, todos líderes poderosos. Navalni quería distanciarse de ese aura mesiánica, tan asociada a la cúpula soviética, pero tomando prestada la idea. Podía ser el representante de una nueva Rusia, moderna y democrática, pero no pensaba hacer una revolución sino ganar apoyo como lo habían hecho otros antes que él: con fuerza y coraje. Y el momento de demostrar su valor eventualmente llegó.

El 17 de enero volvió a Rusia y fue detenido, tal como él esperaba, rodeado de cámaras. La excusa era que había violado su libertad condicional al no presentarse ante la corte durante sus meses en Alemania. Poco importó que hubiera estado en coma y en terapia intensiva. Ahora sí se había convertido en símbolo, en mártir. Fue arrestado y el 2 de febrero la corte transformó su prisión en suspenso en prisión efectiva: dos años y ocho meses. Esa misma semana difundió en redes sociales una investigación sumamente ambiciosa sobre la mayor residencia privada del país, supuestamente propiedad del presidente y fruto de la corrupción. La película de casi dos horas sobre el “Palacio de Putin” fue vista por más de 100 millones de personas.

Entre su llegada y la confirmación de la sentencia hubo tres grandes protestas, dos en fines de semanas con alrededor de cien mil personas en más de 80 ciudades y pueblos de todo el país. Convocatorias poco antes vistas y particularmente federales, desperdigadas por la inmensidad del territorio, desde la suave Sochi hasta el desesperante frío de Krasnoiarsk. A la violenta represión le siguieron más de diez mil detenciones en un país en el que protestar sin una autorización oficial es un crimen. La tercera convocatoria fue el día de la sentencia. El interés fue tal que se decidió cambiar la sede, a una más grande y más lejana. El saldo: más de dos mil personas detenidas, mientras el opositor, detrás de un cristal como si fuera un asesino despiadado, dibujaba un corazón frente a Yulia, su esposa.

Si Navalni fue el protagonista de esta historia hasta hoy, Yulia Navalnaia es la nueva heroína. Una mujer decidida que puede ser, de cara a las elecciones legislativas de septiembre, lo que fue Svetlana Tijanovskaya para Bielorrusia. Dos mujeres jóvenes unidas por la detención de sus maridos. Quizás la diferencia sea que Tijanovskaya tiene un apoyo popular que Navalnaia y su esposo nunca tuvieron, pero Yulia hoy tiene una oportunidad de capitalizar las protestas y la visibilidad. La bielorrusa logró unir el enorme descontento hacia Lukashenko, Navalni hizo marchar juntos a todo el arco anti Putin, a comunistas y a liberales. Y esa unidad quizás, sólo quizás, pueda constituirse como una amenaza al Kremlin.