Por Ignacio Hutin, magíster en Relaciones Internacionales (USAL, 2021), licenciado en Periodismo (USAL, 2014) y especializado en Liderazgo en Emergencias Humanitarias (UNDEF, 2019). Trabajó en zonas de guerra y ha colaborado con medios gráficos, radiales y televisivos de Argentina, Chile, Uruguay, España, Serbia, Venezuela, Rusia, Estados Unidos y Bulgaria.

Fragmento de «Ucrania: Crónicas desde el Frente». Disponible para descargar aquí.

 

La ciudad de Donetsk

“¿Escuchás?”, me preguntó Oleg, quien me alojó en Donetsk durante algunos días. Por más tiempo del que me gustaría admitir pensé que se trataba de fuegos artificiales y hasta me pregunté en silencio qué estarían festejando. La estación de trenes, junto al departamento de Oleg, estaba a algo más de 2 kilómetros del extinto aeropuerto: uno de los puntos de conflicto más próximos al centro de Donetsk. Cada cinco o seis minutos se escuchaban las explosiones, algunas más cercanas, otras más distantes. A veces con mayor frecuencia, como si fueran el corazón latiendo de una guerra que se negaba a morir. Para el local los ruidos no eran algo relevante sino casi un divertimento, una curiosidad con la que entretener e impresionar al extranjero. Al principio él sí tenía miedo, cuando la guerra parecía llevarse consigo a Donetsk. Pero entonces pasaron los meses y los bombardeos dejaron de alcanzar el centro de la ciudad, los enfrentamientos se minimizaron, la guerra se estancó. “A veces disparan pero no para derrotar al otro sino porque los días en que hay disparos se cobra más”, dijo Oleg. “Los soldados se conocen muy bien, entonces arreglan cuándo van a dispararse y listo.”

Durante esas primeras noches no podía dormir. Tal vez fuera por el hipnótico e irregular sonido lejano de las bombas o quizás por el calor. Pensaba en muchas cosas mientras miraba el techo oscuro en casa de Oleg, en la gente con la que debía reunirme, cuánto tiempo me quedaría en Donetsk o si alguna de las lejanas explosiones se acercaría eventualmente. Pensaba en los próximos pasos. Todo era incertidumbre. El preguntarse constantemente por el riesgo que implicaba estar allí, por las consecuencias, por el trabajo. Pasaba las noches dando vueltas en la habitación, deambulando de la ventana que miraba hacia el centro de la ciudad al celular para rechequear alguna información. Del entusiasmo al miedo, de la sorpresa a la tranquilidad de saberse en una ciudad que se asemejaba tanto a cientos de ciudades.

Las horas se hacían largas esperando quién sabe qué. ¿Que las explosiones se acercaran y debiera huir? Tal vez al menos así mi historia sería más interesante. A veces imaginaba que estallaba una vez más la peor cara de la guerra cuando yo estaba allí, uno de los pocos periodistas occidentales en Donetsk. Me imaginaba corriendo cámara en mano entre edificios que se desmoronaban, explosiones, esquirlas, pánico. Pero la guerra estancada significaba atenerse a otra realidad y a otro tipo de historias, a la estabilidad siempre a punto de quebrarse que era esta zona gris, en guerra pero no. Entonces se sucedían las preguntas sin respuestas y los planes incorrectos, como si todo esto fuera demasiado y al mismo tiempo, insuficiente. Fue recién en el tercer día que las cosas empezaron a tener sentido.

 

Viaje a la primera línea de contacto

Pagué al conductor 27 rublos por el viaje a Yasinovataya, unos 35 céntimos de euro, y me senté al fondo del vehículo, junto a una ventanilla. Elena me había dado indicaciones muy precisas de dónde debía bajarme, pero aun así pasé buena parte del viaje chequeando el recorrido en mi celular. En verdad tenía miedo. No llevaba siquiera una semana en Donetsk y era la primera vez que me alejaba tanto de la ciudad para acercarme al frente. Y lo hacía solo, con un ruso limitado y una acreditación de prensa civil en el bolsillo como única defensa. El punto entre Yasinovataya, controlada por la DNR, y Avdievka, controlada por Kiev, era de los más calientes en la etapa posterior al segundo Acuerdo de Minsk. Apenas 2 kilómetros separaban a ambas ciudades.

No sabía bien con qué me encontraría allí, tal vez con una ciudad sitiada por soldados listos a interrogarme, o con aquellas lejanas explosiones que escuchaba desde el apartamento de Oleg. Quizás con un cúmulo de ruinas y destrucción, o simplemente con otra burbuja como la de Donetsk. En eso pensaba mientras me alejaba de la ciudad atravesando barrios grises e industriales, con poca gente pero muchos edificios cuadrados. A menudo subían soldados con fusiles y casco, pero se bajaban a los pocos minutos. Yo procuraba no mirarlos demasiado. Durante el recorrido abandonamos la zona urbana tan sólo por momentos, para realizar un desvío y evitar carreteras destruidas o zonas potencialmente riesgosas. En el campo abierto había chimeneas de viejas fábricas oxidadas, vías y decenas de terrikon aquí y allá, imponiéndose como el componente más característico de estas llanuras oscuras.

Todo me parecía gris, como si la tierra no fuera más que carbón y hierro, como si los árboles fueran de acero y las aves, humo. Una industrialización que se había devorado los verdes o los celestes. Si hasta el cielo estuvo gris durante buena parte de mi tiempo en Donbass. Todo confluía hacia una curiosa armonización que me resultaba tan hipnótica y encantadora como estereotípica. Las guerras deben tener destrucción, abandono y mucho, mucho gris. Me era más difícil imaginar una guerra bajo un sol radiante, con un mar transparente y plantas coloridas junto a una bonita playa. Quizás no hubiera visto tantas imágenes de la guerra en Somalia y sí muchas más de la Segunda Guerra Mundial. De hecho, me gustaba imaginar la guerra del Donbass como una nueva Guerra Mundial. No por los actores sino por el escenario. Al fin y al cabo esta región había jugado un papel importante en los 40, cuando la disputaron soviéticos y nazis.

Ahora, aun sin pretensiones de crear regímenes comunistas o socialistas, desde la cúpula de la DNR se reivindicaban la simbología y la terminología soviéticas, especialmente a la hora de hablar de la guerra. Las medallas que se otorgaban a los “Héroes de la DNR” eran muy similares a las que recibían los “Héroes de la Unión Soviética” y, al igual que en la URSS, había “ciudades heroicas”. Probablemente no fuera más que una forma de asociar el pasado heroico de la Gran Guerra Patria con el presente bélico y de emparentar a ambos enemigos, nazis y ucranianos, en las narraciones populares. Como si aquel ejército terrible que invadió y asoló las tierras setenta años atrás hubiera regresado con sed de venganza. Y el discurso funcionaba.

Una hora más tarde bajé del autobús en una zona alejada de la ciudad, frente a una fábrica abandonada. Intenté llamar a Elena, quien me guiaría, pero no pude: no había señal en Yasinovataya, las antenas de la región habían sido destruidas. De todas formas, ella no tardó mucho en llegar y juntos atravesamos la ciudad desde sus confines al noreste, cerca de donde se luchó intensamente durante la primera etapa del conflicto, hasta sus límites occidentales, hacia el lado de Avdievka, donde aún había enfrentamientos. Apenas si nos cruzamos con vecinos, como si toda la ciudad estuviera abandonada.

Al norte de se ubicaba Zorka, un barrio de fábricas y edificios cuadrados donde el ejército ucraniano había mantenido posiciones durante el verano de 2014, cuando los separatistas atacaron. Casi no hubo enfrentamientos en las calles sino misiles disparados de un lado al otro. El resultado fue terrible para los vecinos de Zorka; la mayoría de los edificios sufrió daños, muchos eran ahora completamente inhabitables y estaban cubiertos por chapas que impedían el acceso. Había agujeros en las paredes y las marcas oscuras del humo se veían en casi cada construcción. Aun así muchas personas habían permanecido allí simplemente por no tener alternativa.

Finalmente llegamos al final de la ciudad, al punto en el que repentinamente la civilización terminaba y comenzaba un campo. La calle moría como si se hubiera alcanzado el límite del universo conocido y más allá sólo existiera vacío. Era como pararse a la orilla de un mar embravecido, sólo que todo era demasiado sutil, las olas enormes y las  aguas torrentosas no se veían desde la superficie. Nos separaban de un bosque unos quinientos metros de campo abierto, de pastizales secos. “Éste es el lugar que usan para disparar. Y hacia allá, hacia el bosque, no se puede ir por las minas. Está lleno de minas este camino, así nadie puede utilizarlo, solamente los que disparan y conocen la ubicación. Si avanzás un poco más en aquella dirección, ya están las primeras casas ucranianas. Acá termina la República Popular de Donetsk.” Y ahí empezaba la guerra, al borde de ese abismo hasta donde llegaba la vida civil. Más allá, campo, pastizales, algún pequeño animal deambulando y algún lanzamisiles esperando a que oscureciera para comenzar otra noche de enfrentamientos.

Era curioso el saberse allí. Desde donde estaba, yo era un enemigo más de los soldados ucranianos, un colaborador de terroristas. Claro que Elena, tan orgullosa de ser ucraniana, también lo era. Estábamos al otro lado de la línea de contacto, con las armas ucranianas apuntando hacia nosotros y con una profunda sensación de vértigo invadiendo todo el cuerpo. El sentimiento que provoca pararse al borde del precipicio, sólo que en este caso la caída no era hacia abajo sino hacia adelante. Hacia el frente.

 

La brigada

El comandante Markov finalmente salió de su oficina. “Vamos”, dijo. Fuera del edificio nos esperaban dos Lada Niva con el escudo de la brigada Prizrak en las puertas, me senté en el asiento trasero junto a una muchacha joven de anteojos que llevaba una cámara en la mano. La camioneta aceleró y marchamos hacia Donetskyy, a unos 10 kilómetros de la ciudad de Kirovsk. Prizrak tenía allí su base más cercana al frente y mantenía las posiciones de artillería apuntando 3 kilómetros al norte, donde se encontraba la posición ucraniana. A lo largo del trayecto el pésimo estado de las rutas hacía que el Lada se zarandeara, al  igual que el pequeño retrato de Mozgovoy, fallecido comandante de la brigada, que colgaba del espejo retrovisor.

La muchacha que tenía sentada a mi lado se señaló a sí misma y dijo “Natalia”, luego a mí. “Ignacio, de Argentina.” Luego señaló mi cámara, su rostro y negó con la cabeza. “No rostro”, pronunció en un inglés suave, “familia. Otro lado”. Sonrió. Le pregunté en ruso si ella también iba a disparar y respondió en el mismo idioma que no, que su tarea era registrar para que el comandante analizara y pudiera sacar conclusiones de las pruebas.

Mientras saltábamos y mi casco golpeaba contra el techo del Lada Niva pensaba en la chica que saltaba al lado mío, aferrada a su cámara con una mano y a una manija con la otra. Era muy joven, probablemente de unos 20 años, no muchos más. Tenía familiares al otro lado de la línea de contacto y temía que pudieran ser castigados si una foto suya circulaba en internet. Si los empleados públicos de la DNR y LNR eran considerados terroristas por Kiev, Natalia lo era aún más por formar parte de una brigada. Una muchacha joven, aferrada casi con temor a una manija dentro de un vehículo inestable. ¿Eso era el terrorismo? Pensé que tal vez Markov hubiera puesto adrede a Natalia al lado mío para que yo me llevara una buena imagen de la brigada. En lugar de un soldado alto, grandote, armado y con cara de malo, estaba esta muchachita joven con rostro inocente y una cámara. Quizás Markov efectivamente lo hubiera pensado, ¿por qué no? Al fin y al cabo, no era de sorprender que quisiera mostrarse ante un periodista internacional como líder de una unidad agradable y cordial con los civiles. Por otro lado, parecía tan extenuado y agotado que probablemente no hubiera tenido tiempo siquiera para pensar en algo así.

Finalmente llegamos a un descampado. Cuando bajamos del vehículo me percaté de que nos seguía un pequeño convoy de vehículos militares, incluyendo un BTR, un blindado soviético de transporte de infantería. Contaba con un cañón de 30 milímetros que se veía diminuto al lado del imponente tamaño del resto del vehículo. Lo seguía un viejo camión verde con un cañón automático doble en la parte posterior, un arma antiaérea de 23 milímetros de calibre. Completaban la marcha varios automóviles, todos ellos con patente ucraniana. Un total de quince hombres y Natalia, la única mujer.

Tal vez Markov tuviera razón y yo, igual que tantos otros, estuviera demasiado influido por el cine. Pero de alguna forma injustificable, creía que la guerra y el sonido de las muchas explosiones que escuché esa tarde, que me sorprendieron, me asustaron, me dejaron las piernas temblando mientras intentaba registrarlo todo, desde las resonantes e individuales a las cortas y repetidas, todos los estallidos conjugaban mejor con este clima lluvioso y frío. La guerra en un campo abierto, ventoso, nublado, algo árido, con poca vegetación, viejos casquillos de balas oxidados semienterrados en el barro y los hoyos en la tierra que dejan las explosiones, como las huellas de un animal al que se persigue. Así la imaginaba. Y sin embargo ese tipo de conflictos tan cinematográficos ya no existen. Las guerras modernas casi nunca enfrentan a dos ejércitos uniformados en un campo de batalla concreto sino que privilegian los ambientes urbanos. Y quienes participan de los enfrentamientos no suelen llevar uniforme sino que se esconden entre la población civil. Un enemigo invisible y ubicuo. Donbass, con sus trincheras, sus nazis y comunistas, era un viaje en el tiempo.

 

“Ése es el enemigo”

Unos días más tarde, bajamos del camión en la intersección de un camino de tierra y la ruta 66, donde una bandera roja de la Prizrak flameaba sobre los muros de lo que alguna vez fue una pequeña casa. El asfalto de la ruta estaba repleto de marcas de explosiones, restos de misiles, balas, plantas que crecían entre los agujeros de las ruinas. Algunos trozos de hierro impedían el paso, pero tal vez no fueran necesarios: hacía por lo menos dos años que ningún vehículo circulaba por allí. Era un camino muerto, tan muerto como todo lo que lo rodeaba. El cielo estaba nublado y los restos de lo que había sido un pueblo ahora se desperdigaban en el suelo: los cacharros, juguetes, muebles. Cada casa era una ruina, el cuerpo sin alma, un cadáver pudriéndose a la intemperie e imposible de ser velado. ¿Dónde estaban los dolientes de Zhalabók, aquellos que no habían podido despedirse de su tierra antes de marchar? Todo lo que fue y nunca más sería, allí, convertido en guarida de los mismos soldados que habían asesinado al pueblo.

En el límite norte estaba la posición principal, algunas construcciones de ladrillos y bolsones de arena, mesas gastadas con Biblias y tazas, muchos perros. En una casa cercana, destruida, funcionaba una improvisada cocina al aire libre, junto a un pequeño caballo de juguete al que le habían colocado un casco en la cabeza. Por las dudas. En medio de este basural de barro y abandono aparecían las raíces infectadas de la guerra: un laberinto de trincheras prolijamente cavadas en una tierra oscura que se iba aclarando con la profundidad. Cientos de metros de recorrido enmarañado, de excavaciones hasta aproximadamente el pecho de los soldados. Al final del camino había dos estantes de madera empotrados en la tierra para conservar municiones junto a una Biblia y un ícono de Cristo. Asomé la cabeza más allá de los estantes. “Allá”, señaló Riga. A unos 200 metros, al otro lado de un descampado y donde comenzaba un bosque, había unos bolsones blancos de arena cubiertos por algo de vegetación. Sobre ellos flameaba una bandera ucraniana. “Ése, ¿ves? Ése es el enemigo.”

No estaba armado, no iba a disparar, no venía a combatir. Y aun así allí estaba, cara a cara con otro ejército, enfrentado a quienes me habían llevado hasta ese punto. No tenía nada en contra de aquellos hombres al otro lado de la línea de fuego, no podía tenerlo. Quizás hubiera visto a alguno de ellos o a sus familiares. No me enfrentaría a ellos, no era ése mi propósito. Y sin embargo allí estaban ellos y allí estaba yo. Ése es el enemigo. Allí. A 200 metros o menos. A un disparo de distancia, a una bala, a apretar el gatillo e iniciar cada día un nuevo final para todos. El extremo de esa trinchera era un acantilado desde el que saltar hacia el fin del mundo. Más allá, la inundación.